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Entre tus manos

Tengo varios meses diciendo que estoy bien, que ya estoy bien. Pero creo que debo empezar por aceptar que quizá no. No tengo entendido muy bien la duración de un duelo, menos de aquel en el que se pierde un hijo, pero supongo que no es corto ni sencillo, ni algo que se lleve fácilmente o sin ayuda, como en un inicio creí. Aceptar es el primer paso, regalarme estas palabras me parece también otro paso a la sanación.

Mi embarazo se dio muy sencillo, la única diferencia con el pasado fue que los malestares comenzaron antes y mucho más terribles. Siendo mamá de una hermosa niña lo viví diferente también en el sentido de estar agobiada por la logística de todo, anticipando el futuro demasiado, dando por sentado mucho más de lo que esta al alcance de uno.

El tercer eco rebeló que eran dos bebés, no sólo uno. No puedo describir lo que sentí, grité, lloré y me sentí emocionada, pero sobre todo tuve mucho miedo. ¿Qué haremos? ¿Cómo?¿Cuándo? ¿Dónde? Eran preguntas que estaban en mi cabeza todo el tiempo. Aunadas a una lista interminable de cuidados a seguir, por ser un embarazo considerado de riesgo.

Los embarazos son pesados en general, o al menos para mí lo han sido; éste en específico fue terrible en ese sentido, un buen día era aquel en el que sólo vomitaba las tres comidas del día y no entre ellas. La panza era mucho más grande y más cada vez, limitando mucho la movilidad y, pese a que según yo estaría más tranquila, pues ya conocía un poco el camino, me encontraba a diario con síntomas y dolores extraños que sólo me llenaban de miedo.

La doble planeación puso una enorme presión familiar: se hicieron ajustes, se cerraron ciclos, proyectos, pensando justo en que estaría inmersa solo en la maternidad un largo tiempo. Justo apenas cuando pude ir calmando toda esa tormenta externa y dije: ahora sí que venga lo que venga, el médico tuvo noticias preocupantes: el líquido amniótico comenzó a aumentar más de lo normal.

En ese momento el médico sugirió limitar las actividades: ya no podría cargar a mi hija, caminar más de dos cuadras, estar parada más de 20 minutos ni ayudar en ninguna tarea, pues en el primer diagnóstico se pensó que esta condición se debía a que había tenido mucha actividad. Para la siguiente cita, la situación no mejoraba, y se comenzaron a ver otras opciones, las cuales no eran muy alentadoras, pues todas tenían un alto porcentaje de complicaciones y además no todos los procedimientos se hacían en mi ciudad.

Básicamente lo que habría que hacer era introducir una aguja por el estómago y sacar el líquido, cosa que de entrada no solucionaría el problema que al parecer estaba siendo ocasionado por un síndrome de transfusión fetal, al compartir la misma placenta. Luego, si eso no dañaba el embarazo, habría que separar los cordones umbilicales cruzados en la placenta para que el líquido se dejara de producir en gran cantidad en una bolsa. En esta última cita, el médico, apurado, comentó revisar el caso con un equipo médico y ver qué era la mejor opción. Mientras tanto, reposo absoluto.

Mi madre tuvo cinco abortos espontáneos; yo soy hija única, la única de seis. No está de más decir que siempre tuve miedo y justo éste, el que creía yo mi último embarazo, al pasar los tres meses dije: Ya la libré de pérdidas, he sanado esto. Pues no, a esta última cita con el doctor me acompañó mi madre; la noticia, lo sé por su cara, le sacudió las entrañas; todo el camino de regreso lloramos, de verdad lloramos y no en silencio, por el simple hecho de pensar en la posibilidad de perderlos. Mis hijos, Iván y Matías, estaban totalmente formados, se movían como locos llenos de vida e incluso tenían personalidades diferentes, ya que se comportaban muy distinto en los ecos; yo no toleraba ni medianamente la posibilidad de perderlos, no toleraba la idea de perder unos bebecitos.

Tres días después, mientras mi caso era consultado por expertos y pese a haber seguido absolutamente cada instrucción del médico, comencé un trabajo de parto intenso que fue imposible detener. Mi útero, lo suficientemente grande para un bebé a término debido al exceso de líquido, inició su trabajo. A partir de ahí todo sucedió demasiado rápido, mi vida ahora también estaba en peligro y había que movilizarse. Nadie nunca se sentó con calma a decirnos: Están a punto de perder a sus hijos; por favor, prepárense. Todo, por las circunstancias, se dio por hecho, en un silencio de terrible y profundo dolor; lo demás fueron sólo instrucciones. Corre al hospital, hospital lleno, buscar otro hospital, hablar al seguro, avisar a nuestros padres, en fin.

En el hospital tuve 7 horas de trabajo de parto, 7 horas de oleadas intensas de contracciones que, en vez de darle paso a la vida, se lo daban a la muerte. Las posibilidades de que ellos vivieran eran pocas y por protocolo a esa edad gestacional no son intervenidos. Yo sólo pensaba darles a mis hijos lo mejor de mí el tiempo que los tuviera conmigo, sólo pensaba que quería que murieran en mis brazos con el sonido de mi voz regalándoles paz, y no en ningún otro lugar. La muerte era inevitable. Lo único que pedí fue que los pusieran en mi pecho apenas nacieran.

Todo el tiempo, durante mi trabajo de parto, acompañada amorosamente de mi esposo, quien es la mejor doula que conozco hasta hoy, inundados de profunda tristeza pero entereza, canté: “Entre tus manos está mi vida, señor; entre tus manos pongo mi existir. Si el grano de trigo no muere, si no muere, solo quedará; pero, si muere, en la abundancia dará un fruto eterno que no morirá. Hay que morir para vivir; entre tus manos confío mi ser”. Y así, encomendada a Dios, puedo decir que no sentía dolor en las contracciones, pues el dolor de mi alma superaba todos.

Así fue como después de unas horas nació primero Iván; era el más grande; después de eso, Matías; no lloraron, pero nacieron vivos y en menos de 10 segundos estaban en mi pecho. Hermosos, completamente formados, húmedos, calientitos, moviéndose, estirándose, pero eran demasiado pequeños, tan solo un poco mas grandes que la palma de mi mano. Tenían peso, recuerdo que sentí que pesaban mucho, a veces todavía tengo esa sensación de los dos moviéndose en mi pecho. Mi esposo y yo los llenamos de besos, les hablamos, les canté. En un torpe ritual, con un hospital colapsado por la inusual situación, se bautizaron. Y así, acompañando esta cortísima transición por la vida y la muerte, estuvimos como dos horas, hasta que poco a poco dejaron de moverse, de respirar. Pero lo que nunca olvidaré es que se volvieron tan livianos que era como que no estuvieran ahí. Ahora pienso que ya no estaban. Me costó mucho trabajo entregar sus cuerpecitos, quería que fueran tratados y cuidados con muchísimo respeto, con muchísimo amor; el desprendimiento físico fue igual de doloroso que el espiritual y no dejaba de repetirme: ahí ya no están tus hijos, tus hijos son parte de algo mucho más grande ahora, déjalos ir. Muy difícil. Uno quiere aferrarse a lo que ama con garras y dientes, la muerte es muy compleja porque trata de todo lo contrario.

Estuve y de pronto me siguen atormentado los “hubiera”, las posibilidades. Más de alguna vez me encuentro un articulo en el internet, no sé si cierto o falso, que habla de un bebé que sobrevivió con 22 semanas de gestación y pienso que quizá debí hacer algo más y me paso una tarde pensando en ese 11% de probabilidades. Ya culpé al doctor, lo perdoné, perdí la fe, la recuperé, investigué en internet todas las estadísticas e incluso he tratado de tomar un punto de vista más espiritual, pensando que “todo pasa por algo”. Pero la culpa aún me atormenta; la culpa, con cosas como que me quejé mucho en el embarazo: estaba molesta, incómoda, adolorida, que no les hablé lo suficiente mientras estaban en mi panza, que no me puse en paz desde el inicio, que no fui agradecida, que estuve más preocupada por dónde meter tres carriolas que por disfrutar, por no estar en el presente atesorando esas hermosas vidas que guardaba en mi vientre. Lo único positivo que me queda ahora de esta gran pena es que aprendí a agradecer absolutamente todo, porque nunca se sabe cuánto durará o qué va a pasar después. Y no quiero pensar que es lo único que tenía que aprender.

Me gusta pensar que eran dos almas con una tarea muy corta para realizar, algo muy pequeño a cumplir para trascender; tengo claro que somos más que carne y hueso. Me siento honrada de que nos hayan elegido, de que consideraron que tendríamos la entereza necesaria para acompañar este breve proceso con fortaleza y amor. No sé si todas las parejas pasarían por algo así; en el hospital insistían mucho que no los viéramos, que sería muy duro; sin embargo, para nosotros lo duro era que no murieran en nuestros brazos. Me gusta pensar que otras parejas sí lo harían porque me da la esperanza de un mundo más humano y con más conciencia. También me gusta pensar que no, porque me hace sentir muy especial.

Mi realidad ahora es que los extraño demasiado. Tengo una hija hermosa que ha sido y es un motor importante,  pero llevo un dolor muy grande en el pecho, y no sé, pero no creo que el dolor de perder a dos hijos se vaya nunca del corazón. Todavía hace unos días me llego un mail, no sé por qué, de una aplicación del celular, esas que usas cuando estás embarazada y luego, después del nacimiento, te notifica el desarrollo que debe ir teniendo tu bebé. Olvidé borrarla y el mail me notificaba que mi bebé, mis bebés, ahora comenzarían a probar su voz. Conforme brotaban lágrimas de mis ojos empecé a pensar: ¿Qué me querrá decir esta voz? Y trato, llevo unos días tratando de escucharla, de escucharme; me ha comenzado por decir que acepte, que acepte que tengo un duelo grande, mucha tristeza y, aunque la vida siga su curso en el día a día,  hay cosas dentro de mí que aún se estarán resolviendo constantemente.

En octubre se conmemora de forma internacional la concientización de muertes perinatales e infantiles, me uno a esta celebración compartiendo esta historia que callé durante algún tiempo. Espero que todas las madres que han pasado por algo así puedan darle voz, de la forma que sea, a su duelo. Que lo vivan contenidas y acompañadas, que puedan llorar todo lo necesario, que rompan el silencio, que se permitan sentir, que no se convierta en un fantasma que las acecha y las toma desprevenidas y que no pase de largo el aprendizaje que deja tan dura experiencia. La pérdida de un hijo no debe pasar desapercibida, ni vivirse sola o en silencio, sépanlo. Mi corazón con ustedes.