No pude encontrar una mejor analogía para el hecho de convertirse en madre que la expresión zona cero, es decir, la zona de mayor alcance o máxima devastación en tragedias, pudiendo ser el epicentro de un terremoto, la zona de impacto de un maremoto en la costa, el blanco de un ataque terrorista o de guerra, y yo agregaría el cuerpo físico, mental y emocional de una madre recién parida así como su entorno inmediato. No quiero hacer analogía por el lado de que parir es una tragedia, sino desde el punto en que todo lo conocido se desbarata por completo para iniciar de cero a una nueva forma de vida.
Quienes ya tuvieron la fortuna de ser madres —fortuna que no se vislumbra por completo hasta que recuperamos un poco nuestras habilidades como personas y acudimos a nuestro instinto primario de criar, porque antes de esto, más que fortuna, todo se siente como terror— no me dejarán mentir que, sea cual haya sido el método para traer al mundo a esas pequeñas criaturitas cuya sonrisa valdrá mas que cualquier otra cosa, uno queda en zona cero.
Si fue parto natural, el trance comienza desde el trabajo de parto, en donde al menos en mi caso olvidé todo protocolo o diplomacia y, aunque siempre me consideré una persona con suficiente umbral del dolor, no se acercó ni siquiera a mi imaginario del peor, sino que lo sobrepasó unas miles de veces.
Hablo de trance porque, ahora que miro la foto que me tomaron en el hospital, en que después de pujar como si fuera mi última voluntad por fin recibí en mis brazos ese regalo cuyos ojos me miraron como si me conocieran de toda la vida, puedo ver mi semblante desorbitado y en un plano ajeno a las nimiedades terrenales e hinchado como sapo en descomposición.
Claramente no era un buen momento para foto, pero eso es lo de menos; lo de más es que se captó no sólo el momento en el que nació mi hija, sino el momento en que yo habitaba otras dimensiones y no por la medicación, sino por el simple hecho de traer una persona a este mundo.
Al día siguiente, incluso a las pocas horas, todo ese recorrido se recuerda como una gran borrachera, de esas en que medio te acuerdas de que bailabas encima de una mesa o texteabas a tu ex novio, pero no del todo, todo como en un sueño. Luego alguien te dice: oye, ¿te acuerdas de que ayer me marcaste a las tres de la mañana para cantarme Las mañanitas?, y tú ni en cuenta.
El parto es exactamente lo mismo. Se recuerda justo como una especie de sueño en que uno no está del todo consciente, me gustaría suponer que se debe a que no estamos rondando estas dimensiones sino otras del más allá. Para abrir el canal de la vida no sería tan imposible que se abran otras muchas puertas y atino que duran algunos días así, abiertas.
Con esto no quiero decir que no tienes ninguna conciencia, sino que la conciencia que te habita en ese momento supera todo límite terrenal y todo tu cuerpo es absorbido por profundas raíces que te conectan a la esencia sagrada de tu mujer conectada, a su vez, a toda la línea de mujeres que te antecede.
Sobra decir que este hecho te cambia la vida por completo, porque quien aún no es madre no sabrá entender lo que esto significa y quien ya lo es lo sabrá demasiado.
Esta zona cero del puerperio no es ni más ni menos que una gran puerta a lo que verdaderamente somos, a ese espacio interno descuidado por tanto tiempo, un espejo para encontrarnos con la mujer que nos ha habitado a través de los años pero en su mayor autenticidad, sin mentiras. Y es duro, no voy a negarlo: tanta sinceridad interna de un día a otro cae como balde de agua fría; entre alegrías, miedos, voluntades y responsabilidades, a veces uno no se acuerda ni de cómo respirar.
Es parte de nuestras nuevas tareas hacer caso a las palabras de esta mujer olvidada hasta hoy, que nos palpita desde dentro y nos muestra un nuevo camino de ser y de estar; hace falta escucharla sabiamente justo ahora que estamos con tantas puertas abiertas para sólo así vivir nuestra maternidad con armonía.
Hacen falta montones de humildad, para soltar todo el control que se nos enseña en la vida diaria contemporánea y hacer completo caso de ese pequeño maestro que, por ahora, sólo duerme, come y llora la mayor parte del tiempo y, si por voluntad fuera, no se separaría de nosotras ni un solo instante.
Hace falta humildad para entender qué cosas vienen a enseñarnos nuestros hijos, qué nueva manera de vida vamos a tomar, qué cuestiones de nosotras debemos modificar y, sobre todo, con cuánto amor queremos sentar las bases de esta nueva familia; no hay mejor maestro que aquel que quiere aprender. Hay que aprender a escuchar todas las entrelíneas que tiene la maternidad diariamente; estoy convencida de que una maternidad consciente salva generaciones enteras, futuras o pasadas.
Pasar por la maternidad sin conciencia, contar los días para que la vida vuelva a ser lo que era antes y forzar la crianza a las necesidades anteriores a ser madre, no sólo es peligroso: es triste, es egoísta; hay que abrazar la transformación para poder trascender; de lo contrario, sólo estamos dando pasos para atrás. Querer construir un edificio exactamente igual al que se cayó por un temblor es una necedad: todos saben que no será igual. Curiosa cuestión la de la destrucción que borra y sana, la de empezar de cero, la de poder reinventarse, la de habitar el más allá unas horas para volver renovada, renacida como mujer, nacida como madre.
Quizá por estas razones y seguramente otras mucho menos espirituales, nadie en su sano juicio se embarazaría; la cuestión es que, cuando uno se da cuenta de todas las implicaciones que esto conlleva, ama ya de una manera tan pura, incondicional e inexplicable al ser que lleva dentro o al que acaba de parir; por lo tanto, es demasiado tarde para cualquier sano juicio. Dejar de lado la cordura muchas veces vale la pena y qué mejor perder el juicio por un acto de amor tan grande como la maternidad, en el que no sólo no vuelves a ser la misma, sino que eres una versión mucho mejor de ti misma.